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LA GRIPA

Muy pocos le prestaron atención a lo sucedido en una pequeña escuela de un barrio de las goteras de la ciudad, donde estudiantes, profesores y empleados terminaron contagiados de gripa. Tenían los síntomas característicos: dolor en la garganta, tos y malestar general. La prensa escribió sobre el asunto y en la televisión vimos a un señor de corbata que designó el hecho como una "lamentable coincidencia". También dijo que era un caso aislado y se estaban tomando todas las medidas para impedir que se propagara el virus.
La institución cerró a los pocos días. Las personas que cuidaban a sus parientes enfermos, como estaban sanos, salieron a la calle, montaron en los buses, utilizaron los teléfonos públicos y propagaron sin querer el virus. De repente los hospitales comenzaron a llenarse de gente que tosía y carraspeaba sin parar. En todos los casos era el mismo dictamen médico: Infección aguda del tracto respiratorio, acompañada de molestia corporal, secreciones constantes y ataques de tos. A todos les aconsejaron tomar los medicamentos que salían en las propagandas y si no servía, un buen vaso de miel de abejas, jugo de naranja y limón.
Las empresas farmacéuticas encontraron una excelente oportunidad para promocionar jarabes, vacunas, pastillas y píldoras milagrosas. Los que estaban con gripa adquirían con ansiedad cuanto producto maravilloso se promocionaba, llegando en algunos casos a asaltar las droguerías. Sus ventas incrementaron notoriamente, alguien que sentía los primeros síntomas, corría a embutirse pastillas y a beberse frascos enteros de jarabe. La demanda hizo que los vendedores ambulantes comenzaran a ofrecer en la calle a mejor precios los mismos medicamentos. En bares, billares y pizzerías se conseguían sin restricción alguna, pero los remedios no lograron aplacar la epidemia y de los miles de ciudadanos que compraron estos productos, ninguno se mejoró.
Los gerentes de las fábricas cometieron un grave error cuando los empleados comenzaron a faltar a sus puestos de trabajo. Muchos empresarios pensaban que la gripa era una excusa injustificada y actuaron con severidad. La mayoría amenazó con despidos y rebajas de salario, sin medir las consecuencias. El empleado con gripa no sólo tenía un bajo rendimiento, con sus estornudos acabó infectando a los otros y estos a sus familiares y ellos a sus amigos y conocidos en un círculo vicioso que pronto contagió a gerentes, empresarios y comerciantes. Las fábricas acabaron por cerrarse.
Nadie lo pudo explicar, pero la plaga adquirió unas dimensiones exageradas, que transgredieron la lógica. La cuestión se volvió insoportable por esos días en las ciudades especialmente, en donde cualquier cosa podía alterar el orden público. Un estornudo en la calle provocaba riñas, por una tos repentina se acabaron amistades de años. Fueron famosos los casos de sirvientas, con más de veinte años al servicio de respetadas familias que por un leve carraspeo fueron despedidas sin remuneración. Cuando todas estuvieron agripadas, las volvieron a contratar con la condición de utilizar a todo momento guantes antisépticos y tapabocas. En algunos hogares acomodados se les ordenó llevar una escafandra, como la de los buzos. Con el tiempo el uso de los cascos conectados a pipetas de oxígeno se popularizó y entre los niños bien se puso de moda. Los que no poseían para las escafandras pedían a Dios por su salud.
En todas las ciudades proliferaron una gran cantidad de falsos chamanes y pitonisas que anunciaban curar el mal. Las iglesias vivían repletas. El Episcopado Nacional, preocupado por la proliferación de agripados entre sus miembros determinó que los sacerdotes se mantuvieran alejados en los altares de la iglesia y en algunas, entre ellas la Catedral Primada, se levantó una especie de urna sellada transparente, semejante a la del Papamóvil, con el espacio suficiente para una persona, en la que el cura accedía para dar su misa. Las urnas que en un principio parecieron funcionar, fueron imitadas para los agentes de tránsito, los peajes y los policías pero ninguna coraza de plástico, ni siquiera de hierro, podía alejar al virus.
Asustados, una gran mayoría de la población evitó salir a la calle y se encerró en su casa. Por un tiempo resultó placentero quedarse viendo la televisión, aunque nadie se acostumbró a que en las telenovelas los protagonistas se enfermaran de gripa. Los productores tenían que reemplazar a las estrellas por nuevos actores y muy pronto fue un laberinto entender cualquiera de esas rebuscadas historias. Algunos persistentes se veían obligados a ver el inicio, cuando la programadora pedía excusas luego de aclarar quienes eran los nuevos que ingresaban al elenco, lo que era indispensable para entender la novela. Con el tiempo tanto cambio les hizo restar atención y cuando cesaron los besos apasionados y las escenas de cama, la gente dejó de ver la televisión.
Los que se habían ausentado del país por un tiempo y regresaban, vivían asombrados por tantos cambios ocurridos en la sociedad. De un momento a otro nadie volvió a los restaurantes y los que lo hacían llevaban sus propios cubiertos y hasta su almuerzo. Se veía en la calle a tan pocas personas, que parecía una ciudad de fantasmas. Las mujeres usaban batas parecidas a las de las naciones fundamentalistas y los pocos que caminaban por las calles, vestidos de astronautas, evadían cualquier conversación y sólo se comunicaban por teléfono celular aún con sus esposas e incluso compartiendo la misma cama. Las paredes se llenaron de graffitis. Fueron famosos los de: “el mundo es un pañuelo”, “”nariz vacía corazón contento”, “caras vemos mocos no sabemos” y muchos otros que poblaron los muros.
Las bibliotecas, universidades y centros comerciales se cerraban al mismo ritmo avasallador con que aparecían centros de salud. Los estadios, plazas y parques pasaron a convertirse en hospitales donde los enfermos eran acomodados en graderías, bancas y columpios, mientras médicos y enfermeras improvisados trabajaban redoblando esfuerzos, cuidando que nadie tosiera y se ahogara con sus propias flemas. El presidente sólo se vino a preocupar muy tarde por la época en que adquirió ribetes catastróficos, pero cuando quiso tomar alguna medida el Congreso se cerró por falta de quórum. Los pocos en actitud patriótica que seguían asistiendo al recinto pronto se dieron cuenta que con los gorgoteos y estornudos resultaba imposible realizar un debate serio. Aún así se promovió una polémica ley sobre los estornudos. La norma comenzó a regir disponiendo las penas a quienes estornudaran, tosieran y escupieran en sitios públicos y la policía, que había reducido su fuerza ostensiblemente, en conjunto con el escuálido ejército que quedaba, trató de cumplir las normas, pero por miedo a ser contagiados, nadie fue arrestado.
Presionado por la comunidad internacional, especialmente por los países limítrofes en donde aparecieron los primeros síntomas de la riesgosa peste, el Presidente se empeñó en culpar a grupos de izquierda, aliados a terroristas internacionales que habían traído al país un arma química para desprestigiar su mandato. No tenía pruebas, pero sus asesores le habían aconsejado decirlo, esperando una invasión de E.E.U.U., lo más sensato para esta situación que desbordaba al gobierno. Su argumentación resultó muy convincente. La población con su molestia nasal e intensa migraña salió a la calle apoyando la iniciativa, como no se veía en mucho tiempo, en lo que la historia llamó la marcha de las escafandras.
Dos comisiones de la Organización Mundial de la Salud y la ONU llegaron a la ciudad. Los médicos y científicos se rehusaron a hablar con la prensa y sus estudios se mantuvieron en secreto. Los expertos, con sus trajes especiales para evitar cualquier contagio, midieron los cráneos, examinaron lo reflejos, estudiaron la sangre y orina de un millón de personas. Tan silenciosamente como llegaron y cargando todos los resultados de las pruebas, se fueron del país. En sus prestigiosos laboratorios verificaron los resultados y promovieron grandes conciertos y bazares con toda clase de organizaciones y entidades benéficas. Se hicieron fiestas y desfiles con los trajes de escafandra que estaban siendo la sensación en las pasarelas de Milán y Paris, donde actores y músicos famosos reunieron fondos para el estudio contra la gripa.
Unos meses después, la Organización Mundial de la Salud hizo una declaración pública donde lamentó una vez más lo sucedido y declaró que se estaba trabajando en las fronteras restringiendo la propagación y ayudando a salvar a los que se encontraban sanos, acorralados en las ciudades. Sentían mucho pesar por los millones de infectados, pero les era imposible declarar el estado de emergencia y tomar medidas drásticas cuando todos sabían que nadie se moría de una gripa.
FRANCISCO RESTREPO

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