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Tenebras 

Martín se levantó a las 3:34 y se puso la sudadera. Sin hacer ruido, para dejar dormir a su esposa y sus hijos, salió a la calle y como siempre lo hacía, le dio la vuelta dos veces al parque Simón Bolívar. El día estaba oscuro y al regresar se dio cuenta que ya eran las seis y no amanecía. John Jairo también percibió en su puesto del palacio presidencial que ningún sol se asomaba tras los cerros. Siguió siendo de noche hasta bien entrado el día. Una espesa oscuridad se había posado sobre Bogotá.  
   Hoy va llover, dijo Javier que manejaba su taxi por la Avenida Boyacá. Había recogido a Rubi, que era profesora de preescolar. Si, está encapotado, hoy va a llover, pero la profesora se equivocaba, ese día no llovió. Faltaba un cuarto para las siete y a pesar del frío y la oscuridad, las cosas andaban como el resto de la semana. Los niños salían a sus paraderos, los padres se dirigían a sus trabajos, los Transmilenios pasaban llenos. 
    A las siete, María Clemencia, directora del Ideam, se le había entrevistado en cuanta cadena radial estaba al aire y en todas contestó casi lo mismo: el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia estaba investigando el extraño fenómeno. Lo único claro era que el tiempo continuaba corriendo, pero a la vez se había detenido y si el reloj indicaba que era de día, seguía siendo de noche. Mientras en Bogotá ningún sol atisbaba en los cielos, la radio informó que en el resto del país brillaba normalmente y en las primeras pesquisas la mancha de oscuridad poseía unos límites: hacia al sur llegaba hasta Soacha y al norte hasta Sopó y al Oriente había sol en Gachetá y al occidente en Mosquera y que era bonito ver los límites de este fenómeno, porque provocaba un efecto de refracción. 
    Por tal razón se hablaba de una nube pasajera y por eso cuando Ubeimar bajó de la buseta en la avenida 19 llevaba colgado en su muñeca un paraguas que llevó a su oficina y extravió al mediodía en el Café Oma. Mireya lo encontró recostado contra la pared y lo hizo suyo caminando con él hasta la peluquería Queen, en el centro comercial Vía Libre. Allí trabaja hasta las cinco y en todo ese tiempo sus clientes sólo hablaban de la oscuridad. Para ese momento se había propagado el chisme que, en efecto, se trataba de una nube y a las 5:24 hora en que normalmente se posaba el sol, se hizo algo más negro y ya era imposible ver algo a la distancia. El cielo nocturno se asemejaba a una mancha de aceite como la que dejan los derrames petroleros en el océano y ya era casi imposible determinar la presencia de los cerros. Era como una noche triste,  sin luna, ni estrellas.  
    A continuación sucedió lo de siempre, la gente salió de sus trabajos, regresó como pudo a sus casas y se durmieron viendo la televisión, pero al otro día cuando despertaron y seguía siendo de noche, comenzaron a alarmarse. Esa maldita nube, renegaban por las esquinas. En misa, el padre Saldarriaga avisó a los feligreses que el pecado se había posado sobre la ciudad y que correría la muerte. Pese al mal tiempo la gente se levantó y fue a trabajar y los bancos abrieron a la misma hora y en los colegios hubo clase normalmente y en la noche se jugó la fecha del campeonato del fútbol (extrañamente el estadio se llenó y ganó Santa Fe). Pero al tercer día, cuando la gente abrió los ojos y vio que todo estaba oscuro, la preocupación desbordó cualquier mal pronóstico. ¿Qué demonios estaba pasando? 
    Como seguía el rumor de la nube, la alcaldía tomó medidas al respecto. Se detuvieron los carros con exceso de gases, agentes de policía multaron a las fábricas contaminantes, se prohibió la pólvora y comenzaron a aparecer por televisión y radio unas propagandas donde se invitaba a la ciudadanía a dejar de hacer quemas. Nada de eso sirvió. El primer gran problema resultó ser el manejo del tiempo. Al pasar de los días, a causa del sueño, la gente podía dormir diez horas seguidas y al despertar desconocía si eran las cuatro am o las cuatro pm. Por eso, la primera iniciativa tomada por el gobierno fue la de modificar el horario y desde la alocución del Presidente se comenzó a medir los días en horas. Se dispusieron en las principales calles unas pantallas de leds que en grandes letreros rojos marcaban el tiempo en horas, minutos y segundos. Pero esto resultaba insuficiente para los medios de comunicación. Periodistas exigieron a las autoridades respuestas inmediatas. Por supuesto, no las había y por eso la primera víctima fue María Clemencia que debió renunciar a su cargo y en su lugar fue nombrado Luis. Para evitar el pánico, el nuevo funcionario prometió establecer lo que estaba sucediendo y así fue, cuarenta horas después volvió a reunir en el mismo salón a los mismos periodistas que cubrieron su posesión y les mostró los avances de la investigación. Luis agradeció a la Nasa y mostró las fotos satelitales en las que aparecía como un cáncer, una horrible mancha sobre el ombligo de Colombia. Entonces, afirmó, que era un raro fenómeno, un cumulus congestus tipo 3. Debido al clima tan variado de la ciudad se había mutado una nube con condensación extrema. En cuestión de días, aclaró, todo volvería a la normalidad. 
    La teoría tranquilizó a la población, pero veinte horas después, se produjo el siniestro aéreo. Un Boeing que acababa de despegar de El Dorado, perdió comunicación con la torre de control y fue a dar contra el barrio Villaluz. Se culpó a la nube y el hecho, en que murieron cerca de mil personas, fue el motivo por el cual Luis perdió su trabajo y se nombró a Ana como directora del Ideam. Ana, prefirió ocultarse y no dio ninguna declaración en muchas horas. Entre tanto pasaba el tiempo y mientras los vendedores de gafas oscuras, flores y animales estaban al borde la quiebra, las linternas y lucecitas de neón traídas de la China se pusieron de moda. De un momento a otro, Bogotá vivía su mejor momento. Los vuelos internacionales que aterrizaban en Tunja, venían plagados de científicos, locos, observadores internacionales, turistas que pagaban sumas exorbitantes para hacer los tours por los cuatro límites de la noche y recorrer las calles de La Candelaria que no daba abasto en sus tantos restaurantes, cafés y bares. 
   A finales de las 900 horas, Bogotá ocupaba los titulares de las revistas TIME y NATIONAL GEOGRAPHIC y reemplazaba a Nueva York en las ciudades más visitadas del mundo. Inclusive, le pusieron “La ciudad que nunca duerme”. Aunque la bonanza del turismo había radicalmente cambiado la economía de la ciudad, la falta de sol empezó a hacer estragos en la población. Fueron frecuentes los casos de fiebre e insomnio. Los decaimientos a causa de los resfríos y la tos molesta que no se quitaba con nada. También las enfermedades en gatos y perros que a causa de la noche se volvían locos aullando desesperados y resultaba necesario sacrificarlos. Preocupado por las fallas de los trabajadores, el alcalde instaló carpas en las principales calles de la ciudad. Estudiantes de medicina, con bata y tapabocas, ayudaba a la gente a tomar una dosis de quince minutos en las cámaras hiperbáricas. Esto en algo aliviaba el desgano, pero a la vez, una clase social a la que se le impedía tener acceso a las carpas fue alimentando su descontento. 
    Otros, simplemente se sintieron engañados. Esto es una mentira, acá no hay ninguna una nube, gritaba el pequeño grupo de estudiantes en la I Marcha por la Verdad que partió de la Universidad Nacional y llegó hasta la Plaza de Bolívar. En el acto, se repartieron unos volantes que en un extracto decían: “Si fuera una nube, compañeros, hace rato hubiese llovido, es una mentira del sistema para acabar con el pueblo colombiano”. Fue la primera, de muchas manifestaciones que se repitieron casi a diario durante doscientas horas. Muchos lo hacían exigiendo la verdad, pero otros por los incrementos del costo de los recibos de la luz, por el racionamiento de agua, por el justo y equitativo acceso común a las cámaras hiperbáricas. La más grande sucedió a las 2653 horas. La gente, indignada, salió a pelear por sus derechos y caminaron por toda la séptima desde la 145 hasta el centro. La población marchó pidiendo soluciones y tanta gente molesta acabó por arruinar con el turismo. 
    Para esa época las iglesias vivían a reventar y surgieron un millar de profetas, magos y brujas que aparecían por la radio hablando del final de los tiempos, el ataque de los extraterrestres y la oscuridad, cada uno entregando su propia teoría. Lo cierto es que la delincuencia se había disparado en forma alarmante y aprovechando las tinieblas atracaban a todos sin respeto. A la 3670 horas sucedieron hechos extraños (más extraños aún). A esa hora los teléfonos celulares empezaron a fallar. Algo similar sucedió con la radio y la televisión. La estática arruinaba las transmisiones. La tenue irradiación se fue convirtiendo con las horas en una maraña de ruidos (en el caso de la radio) y un concierto masivo de insectos (en lo que se refiere a la señal de la televisión). Para la hora 4 mil, la ciudad estaba incomunicada. Para ese momento, debido a la proliferación de las cuadrillas de roedores que se multiplicaban por millares, la escasez de alimentos y los continuos racionamientos, la mayoría de los habitantes emigraron de la ciudad. Pronto de Bogotá se desplazaron millones de ciudadanos. En un par de horas, los constructores se habían hecho a precios de huevo de los territorios de lo que fueron los barrios bajos de Bogotá. De esta forma, una vez Chía y Cajicá se asemejaron a los precios de un lote en Japón, Ciudad Bolívar se convirtió en una hilera de edificios inteligentes que ahora ocupaban las más prestigiosas familias de la otrora capital del país ( ya que mientras la crisis de Bogotá se nombró a Cartagena, capital de Colombia). Soacha, en una maratónica jornada arquitectónica se convirtió en una especie de mezcla entre El Retiro, la zona T y Santa Bárbara. Para mantenerse informados todos los días brigadas de personas pegaban carteles con informaciones que fueran importantes para la población. 
    De esta forma se promocionó la CICA. A la hora 8.563, Bogotá se preparó con esmero para la Cumbre Internacional sobre Cambios Atmosféricos en la que expertos de cuatro continentes, durante tres días, sesionaron a puerta cerrada sobre los alcances de sus investigaciones. Se supo luego que los intentos de estos renombrados científicos estaban encaminados a detener lo que estaba sucediendo en Bogotá y que no se extendiera a sus países de origen. Nadie tenía una solución concreta y se temía que pronto la ciudad desaparecería del panorama mundial. Casi lo logran. En la hora 9.672, la cual venía hacer navidad,  ya nadie celebró. Para esos días Bogotá era una ciudad  abandonada, más semejante a un set de una película de vaqueros que a metrópoli. Las calles estaban sitiadas por las basuras y miles de ratas se paseaban a su antojo por los andenes, haciendo sus madrigueras en los huecos que nadie nunca pavimentó y que se fueron convirtiendo en apósitos de toda clase de roedores. Oleadas de murciélagos comenzaron a cubrir los edificios emblemáticos de la ciudad como el Capitolio, la Casa Liévano y los techos del Palacio de Justicia.    
   Debido a la noche, la violencia se había incrementado a niveles alarmantes. Fueron comunes los empalamientos, descuartizamientos y degolladas que perpetraban los más sanguinarios criminales que jamás vio esta ciudad acostumbrada a los más perversos crímenes. Semejante monstruosidad se asoció a una enfermedad extraña que en el total desconocimiento de la materia llamaron lunatismo. Los lunáticos se convirtieron en dueños y señores de las calles y en bandas que a veces se enfrentaban por territorio en disparatadas batallas de piedra y palo, mientras el ejército, replegado en los extramuros, hacía lo posible para que se mezclaran con la gente decente que vivía en los lugares donde daba el sol. La policía, que a veces se arriesgaba a entrar por la otrora calle 80, hacía batidas en donde disparaban contra los vampiros y rescataban a los bogotanos que se habían negado a salir de su territorio y que ahora estaba sitiados por el caos y el desorden. 
    Las horas pasaban y las pantallas de leds que se hicieron de cinco dígitos, resultaron obsoletas. Nadie recordaba en esa ciudad la hora, la mayoría había olvidado como era la luz del sol. Bogotá a nadie le importaba, pero de repente y sin previo aviso, un halo fluorescente comenzó a surcar el cielo, formando en la lontananza arreboles azulosos que centellearon en el infinito. El sonido de relámpagos lejanos detuvo la normalidad de los vampiros y cayó sobre la calle una lluvia poca, más semejante a signos de exclamación que a gotas de agua. Cuando los pocos habitantes asomaron sus cabezas vieron llover. Se despencó un aguacero como ya nadie recordaba y los pocos transeúntes que se habían quedado en Bogotá salieron a refrescarse y como antiguos ritos tribales, celebraron el acontecimiento saltando y danzando como dicen hacían los antiguos muiscas. 
    La lluvia ventiló de nuevo la teoría de la nube y de inmediato se llamó a una reunión extraordinaria en palacio (que era ahora el Centro de Convenciones de Cartagena). Los ministros en guayabera escucharon muchas ideas pero ninguna sentó precedente como como la del general M, que planteó el bombardeo indiscriminado a la nube. Sus argumentos convencieron al auditorio y se dispuso conjuntamente un ataque con misiles. Por muchas horas sólo se habló de eso y en los pasquines de las paredes se daban los detalles y se preparaba a la población para la Operación Trueno, que fue así el nombre que le pusieron. Sobre la ciudad se cernía una oscuridad angustiosa en la cual ya era imposible descifrar la figura de las cosas a palmos de distancia. 
    Los pocos zombies que la habitaban, a la hora señalada, que para más detalles era precisamente la hora seis millones, vieron una luz encandilarse en el horizonte y con ella, desprenderse unas pequeñas lucecitas que como luciérnagas emitieron una trayectoria ascendente. Hubo un estallido y después un silencio que se posó sobre el ambiente unos segundos, los suficientes para concebir que se agrietaba la estratósfera y que pedazos gigantescos de cielo caían sobre el asfalto, convirtiéndose en añicos al contacto con el cemento. El desmigajamiento nocturno duró menos de un minuto y sembró en las calles de pedacitos de una especie de pátina reverberante semejante al hielo que se desvanecía al contacto con el aire. Entonces, alguien miró para arriba y señaló, entre las resquebraduras del horizonte: Claramente se identificaban los cerros, con su Monserrate impávida y sobre ella, la luna, grande y coqueta. Si señor, se escuchó decir a alguien, mañana si va a salir el sol y se sentaron a esperar el acontecimiento.

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